viernes, 23 de diciembre de 2011

Ofelia



(ACTO III. ESCENA I)

HAMLET.- Ser o no ser: ésta es la cuestión; si es más noble sufrir en el ánimo los golpes y dardos de la insultante Fortuna, o alzarse en armas contra un mar de agitaciones, y, enfrentándose con ellas, acabarlas; morir, dormir, nada más, y, con un sueño, decir que acabamos el sufrimiento del corazón y los mil golpes naturales que son herencia de la carne. Esa es una consumación piadosamente deseable: morir, dormir, ¡tal vez soñar!; sí, ahí está el tropiezo, pues tiene que preocuparnos qué sueños podrán llegar en ese sueño de la muerte, cuando nos hallamos desenredado de este embrollo de la vida. Esa es la consideración que da tan larga vida al infortunio; pues ¿quién soportaría los latigazos y los insultos del tiempo, el agravio del opresor, la burla del orgulloso, los espasmos del amor despreciado, la tardanza de la justicia, las insolencias de los que mandan y las vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno mismo podría procurar su reposo con un simple puñal? ¿Quién querría llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si no temiera algo después de la muerte, el país sin descubrir, de cuyos confines no vuelve ningún viajero, que desconcierta nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que nos afligen antes que lanzarnos a otros que desconocemos? Así, la conciencia nos hace a todos cobardes, y el motivo de nuestra resolución queda debilitado por la pálida cobertura de nuestro pensamiento, y las empresas de gran aliento y empuje tuercen su curso y pierden el nombre de acción... Pero, ¡silencio! ¡La hermosa Ofelia! ¡Ninfa, acuérdate en tus oraciones de mis pecados!
OFELIA.- Mi buen señor, ¿cómo ha estado Vuestra Alteza después de tantos días?
HAMLET.- Mis más humildes gracias: bien, bien, bien.
OFELIA.- Señor, conservo de vos algunos recuerdos que hace tiempo deseaba devolveros. Os ruego que los recibáis ahora.
HAMLET.- No, no: nunca os he dado nada.
OFELIA.- Mil ilustre señor, sé muy bien que sí me los disteis y, con ellos, palabras de tan dulce aliento que los hacían muchos más preciosos. Perdido su perfume, tomadlos otra vez, pues para un corazón noble los más ricos dones se tornan mezquinos cuando ya el donador se muestra poco amable. Aquí están, señor.
HAMLET.- ¡Ah! ¡Ah! ¿Sois honesta?
OFELIA.- ¡Señor!
HAMLET.- ¿Sois bella?
OFELIA.- ¿Qué quiere decir Vuestra Alteza?
HAMLET.- Que si sois honesta y bella, vuestra honestidad no debería admitir trato con vuestra belleza.
OFELIA.- Señor ¿podría la belleza tener mejor trato que con la honestidad?
HAMLET.- Sí, de veras: porque la fuerza de la belleza transformará a la honradez, antes que la fuerza de la honestidad pueda convertir a la belleza a su semejanza. En otro tiempo esto fue una paradoja, pero ahora es cosa probada. Yo os amaba antes, Ofelia.
OFELIA.- En verdad, señor, así me lo hicisteis creer.
HAMLET.- Pues no deberías haberme creído, pues la virtud no puede injertarse en nuestro antiguo tronco sin que conservemos el sabor de éste. ¡Yo no os amaba!
OFELIA.- Tanto mayor ha sido mi decepción.
HAMLET.- ¡Vete a un convento! ¿Por qué habrías de ser madre de pecadores? Yo mismo soy medianamente honrado y, sin embargo, de tales cosas podría acusarme, que más me valiera que mi madre no me hubiese echado al mundo. Soy soberbio, ambicioso, vengativo, con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para combatirlos, fantasías para darles forma o tiempo para llevarlos a ejecución. ¿Por qué han de existir individuos como yo para arrastrarse entre los cielos y la tierra? Todos somos unos bribones rematados; no te fíes de ninguno de nosotros. ¡Vete, vete a un convento!... ¿Dónde está tu padre?
OFELIA.- En casa, señor.
HAMLET.- Pues que le cierren bien las puertas, para que no haga en ninguna parte el bobo sino en su propia casa. ¡Adiós! [...] También he oído hablar, y mucho, de vuestros afeites. La Naturaleza os dio una cara, y vosotras os fabricáis otra distinta. Andáis dando saltitos, os contoneáis, habláis ceceando, y motejáis a todo ser viviente, haciendo pasar vuestra liviandad por candidez. ¡Vete, ya estoy harto de eso; eso es lo que me ha vuelto loco! Te lo digo, se acabaron los casamientos. Aquellos que ya están casados, vivirán todos, menos uno. Los demás quedarán como ahora. ¡Al convento, vete!

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